Tuesday, October 23, 2007

Chilango dude goes crazy and meaty



Serial killers have always fascinated me. I think, in silence, we all feel either intensely attracted to or disgusted by such reckless characters. There's no gray zone when it comes to assess them, for they question the good name most people give to human nature. They remind us we're merciless mammals, iPhones and Al Gores notwithstanding.
When I was a child growing up in a small town of Estado de México where major studios movies always arrived later than in Mexico City, serial killers were an exclusively-American thing. You could see them in horror movies such as Friday the 13th or Pesadilla en la calle del infierno (what a silly translation), or talked about in TV news, but they would always come from el gabacho. It made sense, everyone that I knew in Mexico agreed, since "los gringos están bien locos". Only a sick country like los Estados Unidos could produce such broken human beings.
Almost three decades have passed since then. I moved from Toluca to Mexico City, then to Madrid, then to Austin. Growing up was realizing serial killers are everywhere, it's just that Hollywood and American media mastered the art of presenting them as irresistible candy.
However, many Mexicans and OTAs(Other Than Americans, that is) keep thinking gringos are the only ones super crazy, that's why shootings only happen in American public high schools and Michael Jackson doesn't sing rancheras, or so they say.
I'm wondering whether they are rephrasing themselves now, after meeting and greeting not only La mataviejitas--a serial killer who took the lives of dozens of old women in Mexico City, and who turned out to be a 60-year-old woman named Juana Barraza--but, get this, El caníbal de la colonia Guerrero.
Don't worry, sensitive readers, I'll omit any detail regarding the reasons he got such well-deserved nickname, but I encourage you to read what the Mexican press has published on him, whose real name is José Luis Calva Zepeda. There's something disturbingly demystifying about us all in Mr. Calva Zepeda. His personal story and his own writings (he's an amateur playwright, poet and storyteller) reveal he's the ultimate next-door Mexican, profoundly affected by Mexico's savage gap between the elite and the underprivileged, fatally driven by Mexican society's obsessive imposition of family tradition over individual freedom.
He so fits the average-Mexican bill, it creeps me out.

Tuesday, October 9, 2007

Moving on with the herd


Moving abroad on your own is a tough choice. Doing so when you have a family, kids, is a long-lasting life-changing decision. It is painful to see your kids feel the blues for leaving their friends, cousins, Grandma, Grandpa and so on, behind. But you also know there's a whole series of extraordinary experiences out there, waiting for y'all to come across. But there's a catch. You have to move. And you have to make that decision on behalf of your kids.
My dearest friends at the Mexican Magazine Bebé Mundo are always inviting me to write on my experiences as a father in the section called 'El dice' (roughly, Dad says). I have contributed with them several times, in some of which I have explored parenting issues regarding immigration.
This is what I wrote for the October 07 edition. Many thanks to Editor Florencia Molfino for letting me post this piece on PSN. And special thanks to our dearest friend Christel Peyrelongue, who took the story's picture. Merci, Chris!

Encuentros diferentes, los mismos cariños

Antonio Ruiz Camacho

El viernes de la semana entrante, cuando la abuela de mis hijos haya regresado a España luego de pasar todo el verano con nosotros, la dinámica familiar habrá vuelto a la normalidad. Emiliano y Guillermo volverán a aparecer por nuestra habitación cada mañana, despiadadamente temprano, para pedir que les preparemos el desayuno. El más pequeño querrá meterse en la cama con nosotros para frotarnos los ojos con su inseparable pato de peluche, y el mayor comenzará a hacer preguntas sobre dinosaurios o ballenas o trenes de vapor o cualquiera que sea el tema del último libro o película que lo haya impresionado —a cuál más difícil de responder sin haber tomado antes una taza de café—, hasta que desistamos de nuestro intento por seguir durmiendo y nos pongamos de pie y los atendamos. Durante estos meses que rápidamente han comenzado a convertirse en los recuerdos del verano pasado, Valentina y yo podíamos gozar de un lujo sacrílegamente subestimado por las personas que (aún) no tienen hijos: poder dormir un poco más cada mañana. En estos meses estivales éramos nosotros quienes, una vez despiertos, teníamos que ir a buscarlos porque ellos, si la abuelita estaba en casa, se olvidaban de nosotros, al menos durante las mañanas. Tenía lógica; cuando está en casa, es ella quien les prepara el desayuno, la que juega con ellos, responde a sus miles de preguntas o sacia su necesidad de estimulación desde las primeras horas del día.
Durante el verano, Emiliano y Guillermo tuvieron en casa una figura que no existe normalmente en su vida cotidiana: una aliada consentidora que siempre estaba dispuesta a complacer sus caprichos gastronómicos, a leerles un cuento más cada noche, a dejarles ver un programa más de televisión, a hacerse de la vista gorda mientras se llenaban de lodo en el jardín. Después de todo, a eso vino la abuelita desde Madrid hasta Austin —donde vivimos desde hace tres años—, esta ciudad estupenda en la que los ciervos pastan en los jardines de las casas, a la que nos mudamos por una irrechazable oferta de trabajo que me hicieron a mí y en la que ellos pueden acudir a una escuela fantástica en la que están aprendiendo de manera natural un segundo idioma, pero en la que vivimos sin más familiares que nosotros mismos y los (pocos) amigos que hemos ido haciendo en este tiempo.
Hacía un año que mis hijos no veían a su abuela, pero ella no es la única que nos suplanta cuando tenemos invitados en casa. Lo mismo pasó durante las vacaciones de diciembre con nuestra amiga Christel, que vino a pasar las fiestas con nosotros, y lo mismo pasa casi siempre que alguien ocupa nuestra habitación de invitados, porque cuando uno vive lejos de su familia y de sus amigos de toda la vida, el reencuentro con ellos, el contacto necesario para sentirlos otra vez cerquita, sólo es posible mediante dos maneras: viajando al lugar donde viven o invitándolos a pasar una temporada en casa. Las reuniones familiares de los domingos y la visita inesperada de amigos a cenar entre semana son fenómenos sociales tan poco frecuentes para mis hijos que podrían pasar por un exotismo.
Sus primas ven a la abuela casi cada fin de semana, tal como me pasaba a mí cuando era niño, a lo largo de todo el año. Emiliano y Guillermo, en contraste, la ven durante 60 días seguidos, pero nada más durante el verano. El resto del año, la abuelita es, como el resto de nuestros seres más queridos, una voz que se cuela por el hilo telefónico durante algunos minutos los fines de semana. Así será de nuevo a partir del viernes entrante. Volveremos a quedarnos solos los cuatro aquí y, como cada vez que nuestros invitados se van, durante algunos días habrá en el ambiente familiar una sensación de vacío que estruja un poco el alma, pero que se esfuma con el paso de los días.
Probablemente usted se estará preguntando si vale la pena marcharse a otro país, a una ciudad lejana, para tomar una oportunidad que supone una mejora en la calidad de vida de la familia, a cambio de estar lejos de la gente que uno quiere, en un lugar desconocido, donde uno no conoce a nadie, y en el que uno —y sus hijos— será, durante un periodo indefinido, un extraño. ¿Eso es calidad de vida? Seguramente ya tiene una respuesta. Yo también. Pero es una respuesta compleja, que no se resuelve con monosilábicos, y llegar a ella toma tiempo. Y responde a una pregunta que, curiosamente, se están haciendo cada vez más parejas jóvenes con hijos pequeños.

Guajolote en el Día del Pavo
Mi familia y yo hemos pasado por esa circunstancia, en realidad, dos veces. La primera vez fue en 2001. Emiliano tenía cuatro meses de edad cuando nos mudamos de la ciudad de México a Madrid. Yo me despedía de mi tierra natal y de mis raíces, y Valentina en realidad estaba de regreso en casa, con sus seres queridos. El cambio para nuestro primogénito —Guillermo nacería dos años más tarde— no fue tan drástico; era un bebé y estoy seguro de que no recuerda nada de su vida allá. Por lo demás, la tristeza por dejar atrás a mi país y a la gente que quiero y que se quedaba ahí se vio rápidamente aliviada por la cálida presencia de la familia de Valentina y por el conocimiento que ella tenía de Madrid. Para Emiliano, en realidad, fue como llegar a su segundo hogar.
La segunda vez fue en 2004, cuando recibí una oferta para dirigir un diario en español en Texas, a miles de kilómetros del piso ubicado en Pozuelo de Alarcón, en el noroeste madrileño, donde vivíamos en ese momento. Era una gran oportunidad y, debo ser sincero, para Valentina y para mí representaba además la opción de alimentar nuestra irredenta curiosidad por probar lugares distintos, pero no a la manera de los turistas. A mí no me llama la atención ir de viaje a lugares lejanos, pero sí me gustaría alguna vez vivir en Buenos Aires, en Lima, en Barcelona o en Sídney. Valentina es, en eso, idéntica a mí.
Si no hubiéramos visto esta mudanza como una aventura de la que todos los miembros de la familia podríamos sacar innumerables beneficios o si hubiéramos tenido la sensación de estar sacrificando algo que pareciera irrenunciable de nuestra vida de entonces —desde ir los fines de semana a casa de la abuela hasta poder comprar los deliciosos bizcochos de la panadería La Oriental cada noche—, no nos habríamos mudado. Porque Austin no es mejor que Madrid per se, ni la ciudad de México es peor que Madrid per se.
Guillermo tenía seis meses cuando pisó suelo texano y no recuerda nada de su vida en España. Para él lo normal es vivir en un lugar donde la gente en la calle habla un idioma distinto del que se habla en su casa. Pero Emiliano tenía tres años cuando llegó a Austin y, aunque ahora parezca un gringuito bilingüe de seis años, la migración para él tuvo un inicio rudo.
Esos primeros cuatro meses que pasó aquí fueron una etapa de su vida que, si me llega a echar en cara cuando sea mayor y vaya a terapia—porque algo tendrá de qué quejarse, como dice Woody Allen—, yo también recordaré con sabor agridulce. Emiliano extrañaba a su prima Matilde, que es sólo un mes menor que él, y sobre todo a su abuela. Echaba de menos el tipo de comida que comía en Madrid —desde la consistencia del yogur hasta el sabor del chocolate en polvo— pero, por encima de todo eso, lo que más lo desconcertaba era no entender lo que le decía la gente en la calle. Su cambio de carácter fue un acuse de recibo inequívoco del efecto que la mudanza tuvo en él. El niño que hablaba hasta por los codos y que se ponía a conversar hasta con las cajeras más bordes de El Corte Inglés se volvió tímido, serio, y mantenía la boca cerrada.
Durante ese tiempo, Valentina y yo nunca consideramos la posibilidad de que la decisión de mudarnos hubiera sido un error. A la par de esos momentos difíciles, Emiliano y su hermano —aunque apenas fuera un bebé— estaban conociendo cosas nuevas y haciendo nuevos amigos pero, sobre todo, nuestra situación familiar había mejorado sustancialmente con esta mudanza. A un niño de tres años —o de seis o de catorce— le resulta casi imposible entender las razones de los adultos, pero los padres saben que, en la búsqueda del mejor futuro para los hijos, muchas veces hay que tomar decisiones difíciles.
Mi esposa y yo estábamos convencidos de que todo sería una cuestión de tiempo y que, pasadas las dificultades, Emiliano aprendería el idioma y las costumbres de su nueva ciudad, y se integraría plenamente a su entorno. Más que lamentarnos por él o dejar que la nostalgia y la sensación de extranjería se adueñaran del estado de ánimo de toda la familia, optamos por hacer todo lo posible por acelerar al máximo su proceso de adaptación: por las tardes comenzó a tomar clases extracurriculares de inglés y, durante ese otoño, incluso decidimos cocinar un pavo el Día de Acción de Gracias para que, al volver a clases al lunes siguiente, no se sintiera un extraño cuando sus maestras y compañeritos le preguntaran qué había hecho en esa fecha tan especial.
Tres años después, Emiliano ha vuelto a ser ese loro fascinado con los dinosaurios al que reconoce todo el mundo, incluso las cajeras del Costco. Para Guillermo, en cambio, la vida parece haber seguido un curso convencional. Desde su perspectiva de niño de tres años de edad que siempre ha vivido en el mismo lugar, es normal que la abuelita —o sus primas, o los amigos de mamá y papá— no vivan en la misma ciudad y que él sólo los vea de vez en cuando.
Todo parece haber alcanzado la normalidad, básicamente, creo, porque lo que hemos intentado transmitir a nuestros hijos es que esta forma de vida, la nuestra, es la normal. Eso no significa que no extrañemos cosas de nuestra vida en Madrid o en la ciudad de México, o que no quisiéramos ver a nuestra gente más seguido. Es sólo que alimentar la nostalgia y la sensación de lejanía en niños tan pequeños no sólo sería contraproducente para ellos, sino injusto —e incongruente— de parte nuestra.
Pocos meses después de mudarnos a Texas, Valentina y yo tuvimos claro que, cada año, tendríamos que destinar parte de nuestro presupuesto anual para pagar viajes de reencuentro con nuestros seres queridos y, tal vez de manera inconsciente, siempre intentamos persuadir a alguien de nuestro círculo de cariños para pasar las fiestas con nosotros, si es que nosotros no podernos hacer el viaje hacia ellos. Aceptar una oferta de trabajo en otra ciudad, en otro país, o simplemente querer irse a probar suerte a otro lado no supone renunciar a estar con la gente que uno quiere o seguir abrevando de la cultura materna. Lo único que cambia, o lo que ha cambiado al menos en nuestro caso, es la manera cómo se dan esos encuentros.

Antonio Ruiz Camacho (Toluca, 1973) es periodista. Actualmente es director editorial de la cadena de diarios Rumbo en Texas.