Monday, March 19, 2007

La onda es irse

Ya vivía en Madrid cuando estalló la crisis del corralito en Argentina. Una mañana de finales de enero de 2002, tuve que ir al aeropuerto de Barajas a recibir a un amigo que venía de visita desde Nueva York. Su vuelo llegó casi al mismo tiempo que el de Buenos Aires y, mientras esperaba a que saliera, vi cómo decenas de argentinos—que aterrizaban en Europa con flamantes pasaportes comunitarios transmutados en salvoconducto—eran recibidos por familiares y amigos entre abrazos y lágrimas, con el emocionado alivio de quien ha recuperado a un ser querido que viene huyendo de una guerra.

En los meses siguientes, España, Italia, Estados Unidos y México se convirtieron en las rutas de escape más socorridas para muchísimos argentinos que huían de la crisis más gorda que han vivido. Como un tango malévolo, el episodio del corralito fue dramático hasta las cachas y mientras miraba las noticias de lo que parecía el derrumbamiento del país que nos dio a Soda Stereo y Amanda Miguel desde mi piso semivacío de la calle Guzmán el Bueno en el barrio de Chamberí, me preguntaba si alguna vez pasaría algo similar en la ciudad de México. No por el tamaño de la crisis, sino por la manera cómo los porteños mostraban su rabia por lo que les había hecho un gobierno elegido por ellos mismos.

Hace años que los chilangos venimos huyendo de las expresiones más rudas de la ciudad a la que perteneceremos para siempre y sin remedio, pero sin hacer caceroladas ni plantones enfrente de Los Pinos. Lo hacemos a la mexicana, suavecito, sin armar mucho desmadre. Muchos, incluido yo cuando vivía allá, nos refugiamos en urbanizaciones privadas que cuentan con vigilancia permanente o modificamos cada patrón de nuestra vida cotidiana para que la bestia no se nos subiera a las barbas.

Otros, cada vez más, utilizan la coartada perfecta: irse al extranjero a estudiar una maestría. Decir abiertamente: “me voy porque estoy hasta la madre”—de qué, eso lo sabe cada uno—se vería feísimo y levantaría los sentimientos de traición más endemoniados: desde “no aguantas nada” hasta: “pinche malinchista, qué decepción”, a uno le dirían de todo, el mundo entero: incluso la señora que limpia en casa de los papás lo pensaría (da igual que la mitad de su familia ya viva en Carolina del Norte).

Pero si uno anuncia que se va del país con el noble y enaltecedor propósito de preparase para el futuro, la cosa cambia. Toda la familia se sentirá orgullosa de uno, los amigos celebrarán su suerte—mientras rezan en silencio para que ellos, también, hagan 600 puntos en el TOEFL y les digan que sí en el Conacyt—y la despedida en el aeropuerto será digna de grabar en video y colgar en YouTube, con mariachis tocando las Golondrinas, tequila para todos, abuelita incluida, y el llanto desconsolado de la mamá al ladito del control de pasaportes.

Lo que pase después, cuando uno acabe los estudios y si los termina, es otro boleto. La onda, primero, es irse.

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