Tuesday, September 2, 2008
La nostalgia y el inicio
Hay lugares difíciles de domesticar. Para mí la ciudad de México fue un hueso duro de roer; supongo que cualquier ciudad grande lo es si uno tiene 18 años y nunca ha salido de una ciudad pequeña. De hecho, luego de diez años de vivir (intensamente) en la ciudad de México, cuando la dejé, en agosto de 2001, tenía la sensación de marcharme de ahí con una lista de pendientes. Ya no tengo esa sensación, no sé si porque he madurado (horrendo y absurdo término) o porque he terminado por entender que las relaciones que uno inicia con las ciudades que se convierten en su hogar nunca terminan, aunque uno deje de vivir en ellas.
Hay otros sitios que le caen a uno como anillo al dedo desde el primer día y por los que uno siente amor a primera vista. Eso me pasó a mí con Austin. Recuerdo perfectamente el día que entré a la ciudad por el puente de Congress, vi el río Colorado a cada lado y el Capitolio al fondo, y sólo pensé: wow. Don't get me wrong. Austin no es una ciudad grande y espectacular a la manera de Nueva York; no es una de las capitales del mundo y llegar a ella en avión es un despelote, pero es un sitio único y yo me enamoré de ella desde el primer día que la vi.
Sentir nostalgia por lo que uno va dejando atrás es un síntoma inequívoco de la novedad que arrastran las mudanzas. Aunque lo que uno haya abandonado sea abonimable, se extraña a veces. A mí me costó poco más de dos años dominar las ganas locas de volver a la ciudad de México a pesar de mi convencimiento de que no quería vivir ahí. Pasada la nostalgia irracional, me reconcilié con el Distrito Federal que siempre amé y que no sólo ya no existe, sino que nunca volverá a existir, porque es en realidad la versión (o la deformación) de ese lugar que acarreo dentro de mí para todos lados.
Ahora que llevo dos semanas exactas de vivir en el norte de California, en Palo Alto concretamente, estoy extrañando Austin. Estoy comparándola con lo que veo aquí todos los días. Y si quieren saber cuáles son las conclusiones que saco a cada momento, se quedarán con las ganas, porque si las comparto aquí con ustedes les habré arruinado la fiesta del morbo, que a todos siempre nos apetece satisfacer.
Lo curioso es que cuando uno se pone a comparar el sitio de partida con el de llegada en los primeros días de la mudanza, la comparación es injusta y la ecuación, forzada. Porque uno en realidad compara el sitio real que ya vivió y que, a la luz de la distancia uno ha comenzado a idealizar, con el de llegada que, en realidad, es irreal, porque uno todavía no lo conoce y porque su rutina está siendo opacada por la imagen idealizada que uno hizo de él cuando apenas aguardaba la llegada. Aquel sitio, por tanto, en realidad no es tan así, y éste tampoco.
Lo más fascinante de este momento que atravieso es que, por vez primera, me enfrento a una mudanza que es, desde el principio, temporal. Sé de antemano y desde ahora que habrá un regreso, o al menos que habrá una mudanza más hacia otro sitio. Una partida. Todo entonces es temporal, todo está detenido por alfileres y uno habrá de cuidarse de no encariñarse con nada, para que no duela dejarlo atrás. Y si resulta que uno odia algo del sitio --las calles, la gente, las leyes, el clima, el sabor del helado-- es un sentimiento dulce, porque uno se regocija desde ahora sabiendo que lo perderá de vista, que ya no existe desde ahora. Esa ambivalencia resultas en un estado de alerta que casi da vértigo, que casi me asusta.
Como posdata final, mi buen amigo Oliver Bernstein de Austin me envió una foto de Las Manitas (que acompaña este post), un lugar representativo en la escena local de la ciudad, que ahora está vacío, pues tendrá que mudarse a otro lugar para dar paso al (enloquecido) proceso de aburguesamiento por el que atraviesa el Downtown de Austin. Es una imagen melancólica para cualquier austiniano de corazón.
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